Un encuentro entre dos des-conocidos

Hoy les comparto otro relato de Café Toscana, de esos que no tienen nada que ver con la realidad y son pura ficción que fluye de mis páginas aún vivas y sedientas de contar historias con aroma a espresso:

Doblando la esquina que separa a Café Toscana del bullicio de una transitada avenida, se veía la silueta de un hombre encogido por las gotas de lluvia que caían y los sesenta años que le habían caído como un aguacero en la última década, acabado, canoso, enjuto y solitario, ni siquiera un paraguas le acompañaba aquél día.
Ante la cálida imagen de un Café, con la fragante personalidad del Toscana, no pudo ceder a la tentación, interrumpiendo su camino para resguardarse de la fría llovizna de un noviembre que olía ya a Navidad.
En la barra estaba otro cliente a punto de terminar su orden, que al voltear la mirada para encontrar su cartera y pagar, se encontró con la de este hombre que le observaba, reconociéndolo, asombrado por las improbables posibilidades que hacían de este encuentro una realidad.
El joven, en sus treintas, observó con detenimiento al hombre y con política cortesía le saludó con la mano, de la cual el otro se asió con las dos.
-¿Como estás?- Preguntó el hombre mayor con gran interés.
-Muy bien, gracias-. Respondió, con absoluta indiferencia, acaso un antiguo jefe o maestro, que no ocupaba un recuerdo correspondiente en su memoria ¿Sería un despido injustificado o una mala nota, la razón que los distanciaba?
-¡Qué gusto encontrarte! Y sobre todo por esta zona ¿Vives por aquí?
-No-. Respondió seco. -Pero ahora que lo recuerdo, tú sí.
-Así es -replicó el viejo. -¿Y entonces?...
Antes de que el hombre joven le respondiera, Karen, la atenta encargada de la barra, los interrumpió presentando un paquete que envolvía con el típico empaque rústico de la cafetería, un rollo de natas, especialidad de la casa. -El favorito de tu mamá, con un poco más de crema como siempre lo pide -agregó la joven, aceptando los billetes del cliente que tenía más interés en marcharse y convivir con la lluvia que ya arreciaba, que con su interlocutor, el cual le ocasionaba evidente molestia.
-Déjame al menos invitarte un café antes de irte- insistió el desconocido.
-No me gusta el café, gracias.
-Disculpa, no lo sabía.
-Y por qué tenías que saberlo -agregó condescendiente el joven. -Me gusta el té negro con leche, lo tomo desde hace mucho tiempo, y no sólo me gusta, me encanta, así empiezo todas las mañanas mis días, al lado de mi esposa-, el viejo agrandó los ojos con asombro. -Claro que eso tampoco lo sabías, hace un año que me casé, y mi esposa está embarazada, trabajo en una firma muy importante haciendo lo que más apasiona, lo cual también ignoras porque no estuviste allí cuando decidí la carrera que estudiaría, por lo mismo, perdiste el derecho de asistir a mi graduación. Tampoco te enteraste que conseguí estudiar en el extranjero, ni cuándo fue el día en que decidí comprarle su anillo de compromiso a mi esposa, desde luego no fuiste invitado a mi boda. Todo eso te lo perdiste al olvidarte de las responsabilidades que tenías hacia mí, pensando sólo en ti y tu nueva familia. Pero no puedo negar que aprendí mucho de ti. Soy un hombre muy responsable, aprecio todo lo que tengo porque sé lo mucho que vale, repudio las mentiras y no soporto las manipulaciones, sí, todo eso lo aprendí de ti, como un modelo a no seguir-.
El viejo se quedó callado, cabizbajo, sin poderlo controlar, una lágrima se le escapó. Un silencio abismal que no debe haber durado más de 10 segundos se pronunció aún más cuando la lluvia cesó, ante lo que el hombre sólo pudo atinar a decir:
-Mira, ya dejó de llover.
-Así es-, contestó el hombre joven- llovió por años pero tú no estuviste allí-. Tomó el paquete en sus manos y con los ojos llorosos igual que el otro, le otorgó un perdón que no conducía más que a una nueva despedida, dándole un beso en la mejilla.
-Adiós, papá.

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